De esas veces en las que uno cree, ilusamente, que solo va a cumplir la palabra dada y, en este caso, a enseñar algo, pero termina recibiendo una vastedad de aprendizajes que vuelven a sembrar al levitante en los terrenos siempre fértiles de la realidad. Cuando llegué a El Topacio con la misión de “ayudarles un poco a los niños en el proceso de lectoescritura”, tenía como siempre mis reservas frente a la manera en la que establecería la necesaria y compleja relación estudiante-docente. No me cabe duda de que ella debe ser siempre un acto comunicativo y, por lo mismo, gozar de una retroalimentación con la que sea plenamente comprensible si algo de los saberes llegó al pensamiento del otro.
Pero no. En la vereda El Guadual, en la casa azul-hermoso de El Topacio, cualquier reserva y preocupación fueron disipadas por los maestros del lugar: los niños y jóvenes, que la magnifican con su especial y natural manera de ser y estar en su universo de Abejorral.
Salí de allí aprendiendo que no debo olvidar la sencillez y la grandeza del juego, el roce feliz de la música, la alegría de “palabrear” y de caer redondo en una imagen o en el tejido de una líneas bien escritas. Lo aprendí porque vi cómo lo vivieron los niños y jóvenes en esas escasas horas en las que pude estar con ellos en la dinámica de leer cuentos sin palabras o en la de oír, por ejemplo, el relato de un pequeño cuya mayor ilusión era tener un cohete y dispararlo hacia la luna.
Celebro la vivencia. Los enormes guadualeños son respetuosos, atentos, ávidos de novedades y del relato de la memoria, fluidos de pensamiento y palabras, conversadores, con miradas profundas y el corazón despierto. Celebro también que los amigos que están liderando estos acercamientos tengan tanto el alma y la visión de un niño como la mente y los brazos de un labrador. Son ambos, los guadualeños y sus líderes, un maravilloso complemento entre sí y una expresión incuestionable de que el mundo cambia cuando cambia para bien el mundo de por lo menos uno de aquellos a los que la costumbre ha ido haciendo a un lado.
Mi gratitud por dejarme entrar al aula de todos los verdes, aireada y pura, encantada y cantadora del inovidable Guadual.
Medina